Cuando se muera el último

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El fallecimiento de Doris Jean Lamar, última hablante de la lengua de los wichita, indígenas del suroeste de los Estados Unidos, me ha puesto a pensar con cierto pesimismo lingüístico. ¿Qué pasará, me pregunto, cuando haya muerto el último puertorriqueño que sepa usar el verbo “gustar” y otros semejantes como “preocupar”, “molestar” y “sorprender”? ¿O el último que recuerde el tiempo en que nadie nunca hubiera enunciado esa oración que ha perpetuado impunemente la industria del cine puertorriqueño: “Bebés llorando deberán ser llevados a la sala de espera”? ¿O, incluso, cuando haya fallecido la última persona en decir “así que”, para expresar una consecuencia, en vez del ubicuo “so” de estos postreros días (“So le dije que viniera a buscarme a las siete”.)? ¿O el último que sepa distinguir entre “oír” y “escuchar”?

En mi reciente viaje a la Isla, volví a constatar que cada vez son más las personas que dicen, por ejemplo, “a mis amigos no le gustaron la película”. Me acuerdo de mis pobres estudiantes americanos, a quienes podía explicarles, al derecho y al revés, el uso del verbo “gustar” sin que mis explicaciones les entraran por la corteza cerebral para acercarse al área de Broca, o a la de Wernicke, o a cualquier otra parte de la zona cerebral del habla. Me miraban con una sonrisa indulgente, como se mira a alguien que se estima pero que se sabe que ha perdido la razón, y procedían a escribir en el examen cosas como “a nosotros nos gustamos el arte”. Quizás era mucho pedir. Pero, ¿por qué si en mi tierna infancia, a nadie, por poca educación que tuviera, se le hubiera ocurrido afirmar que “a sus amigos le molestan el ruido”, tenemos hoy que escuchar expresiones semejantes de la boca de tanta gente? ¿Por qué ese empeño en convertir "a los amigos" —en el caso del ejemplo que acabo de ofrecer— en el sujeto del verbo "molestar"? Esos "buenos amigos" no molestan a nadie; es "el ruido" el que molesta, y ellos sus pobres víctimas. Y si fueran "los amigos los que molestan", ¿desde cuándo al sujeto de una oración se le endilga una preposición por delante (“a sus amigos…”)? ¿Acaso diría usted que “a su novia es muy guapa” o que “a nosotros somos hermanos”? Y si hemos decidido, cueste lo que cueste, que los amigos han de ser los que molesten, entonces ¿qué pito toca el pronombre “le” ahí metido en el medio sin ningún protocolo y sin siquiera recordar a quién demonios se refiere?

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Fui a uno de los teatros de Caribbean Cinemas con mi hijo y mi sobrino. Me sorprendió constatar que ahora proyectan un nuevo video antes de comenzar la película y que en esta nueva versión han omitido la advertencia a padres y madres en caso de que un bebé llore. Toda una generación se había criado con aquello de “bebés llorando”, con la consecuencia de que parecía que ya no quedaba nadie a quien se le torcieran dos o tres sinapsis cerebrales al oír el aviso. Pero ahora, en vez de corregir y poner algo así como “si su bebé llora, favor de llevarlo a la sala de espera”, sencillamente han omitido el mensaje, como si ya a ningún bebé se le ocurrirá llorar durante la película. Tenían la oportunidad de hacer una rectificación histórica, con la esperanza de que las nuevas generaciones aprendieran a expresarse mejor, pero prefirieron callar. Menos mal que, al parecer, lo de “bebés llorando” no ha llegado a contaminar la lengua a profundidad, porque jamás he oído a nadie decir, por ejemplo, “pacientes muriendo deberán ser llevados a la morgue inmediatamente”. Pero uno nunca sabe.

De toda la vida, en español se había usado el monosílabo “so” para fustigar a alguien (“¡so bruto!”), para advertir de las consecuencias de algún acto delictivo (“so pena de muerte”), para mandar a parar un caballo alargando la “o” (“¡soooo!”), o para mandar a callar a alguien cuando se han perdido la paciencia y los buenos modales (“¡So!!!”). Ahora resulta que ha adquirido un nuevo valor calcado del inglés, el de consecuencia: “Paul was very upset, so he left the room” / “Paul estaba muy molesto, so se fue de la habitación”. Ha cundido este mal uso con una rapidez que abochornaría a cualquier virus, incluyendo al del zika. Ya se sabe que las lenguas propenden a la economía, es decir, que los hablantes de una lengua no somos un dechado de energía lingüística. Pero, ¿qué nos economizamos con el dichoso “so” pudiendo decir “así que”? ¡Una mísera silabita!

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¿Y qué decir de los pobres verbos “oír” y “escuchar”? “¡Habla más alto que no te escucho!” han sido capaces de decirme, como si al verbo "escuchar" le importara el volumen de la elocución. Y yo he sido capaz de responder con cierto mal humor: “¡Pues, si no me escuchas es porque no te da la gana!”. Porque, mis queridos lectores, el acto de “escuchar” es voluntario, implica que se presta atención, mientras que uno "oye" simplemente porque no es sordo y no puede dejar de oír a menos que se ponga tapones en los oídos o que vaya a un concierto de rock. En este caso ni siquiera podemos echarle la culpa al inglés, que hasta el día de hoy nunca he oído a ningún angloparlante confundir “to hear” con “to listen”.

Ya me lo imagino: cuando se muera el último, no lo enterrarán como habrán enterrado a la difunta Doris Jean Lamar, con cierta conciencia de que además de inhumar a un ser humano estaban sepultando toda una lengua con su concomitante visión de mundo. En nuestro caso, con suerte, quedará algún antiguo alumno, de aquellos que miraban con indulgencia, que quizás se anime a escribir un breve y humilde obituario: “La noticia del fallecimiento de la profesora Angustias me llena de tristeza. Ya casi nadie se matriculaba en su curso de español —preferían tomar Física Cuántica—, pero, para mí, asistiendo a sus clases siempre fue un reto interesante. Fue una excelente maestra, a quien nunca le molestó mis muchas preguntas; so siempre la recordaré con mucho cariño”. Me parece oír el largo suspiro de ultratumba de la pobre profesora Angustias: “¡Ay bendito, por eso es que uno se tiene que morir!”.


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