Luego de la victoria del Partido Popular en las elecciones generales en España, las agencias de clasificación de bonos (Fitch, Standard & Poor’s y Moody’s) lanzaron advertencias muy directas al gobierno electo sobre la dirección que debe tomar su administración. Lo mismo ha sucedido con los países más rezagados de la eurozona (Grecia, Portugal e Irlanda) que han entrado en una crisis muy profunda. Los inversionistas tras estas firmas han movilizado su poder para obligar a los gobiernos de estos países a tomar medidas en contra de sus políticas sociales para “salvar” su situación fiscal. Estas agencias, desconocidas hasta hace poco para la mayoría de los ciudadanos puertorriqueños, se han vuelto cotidianas en las noticias desde que los bonos del gobierno de la Isla se convirtieran en “chatarra” durante la gobernación de Aníbal Acevedo Vilá.
Recordemos al gobernador Luis Fortuño quien nos recetó la medicina amarga que le exigieran estas agencias de bonistas como justificación para el despido de 30 mil empleados públicos y otras medidas de austeridad en el gasto social mientras se reparten contratos millonarios en asesorías y servicios privatizados.Así vemos cómo queda en entredicho la autonomía de los Estados —soberanos o “asociados”— y el poder que ejercen estos inversionistas que, al fin y al cabo, lo que hacen es exigir que sus inversiones sean productivas. Qué importan la seguridad y tranquilidad de la mayoría de la población si las ganancias de los capitalistas están en juego. Comprensible, solamente, según la lógica de acumulación incesante de riquezas que define la pulsión de la sociedad capitalista en la que vivimos.
En otro lugar del espectro social, los movimientos del spanish revolution y sus secuelas como las manifestaciones de Occupy en Estados Unidos señalan en la dirección correcta al responsabilizar de este desmadre a los políticos alejados cada vez más de los intereses del pueblo y a los empresarios de Wall Street, o como los llamaban durante los inicios del capitalismo salvaje, los robber barons. No debería pasar desapercibida la reacción exagerada de los gobiernos de las ciudades donde ocurren estas manifestaciones. Macanazos a granel y lluvia de gas pimienta contra manifestantes pacíficos, ancianos, mujeres y niños incluidos, en el país donde la primera enmienda de la constitución garantiza la libre expresión de sus ciudadanos.
Naomi Wolf sugiere en su artículo en The Guardian la posible participación del gobierno federal, a través de gestiones que realizara el Departamento de Seguridad Nacional (Homeland Security Departement), en un plan concertado con alcaldes y los cuerpos policiacos de estas ciudades para desalojar a los manifestantes. Es necesario recordar que, en el orden jerárquico, Homeland Security responde al Presidente de Estados Unidos y es “fiscalizado” por el Congreso federal y que éstos “orientaron” a los alcaldes sobre cómo actuar. Durante los desalojos de los descontentos de las plazas públicas, también fueron hostigados los periodistas que fueron a cubrir las incursiones policiacas.
Ante la supuesta ausencia de programa del movimiento occupy, la autora preguntó a través de la red cibernética cuáles eran sus demandas. Recibió centenares de respuestas donde sobresalieron en cantidad las siguientes tres. Primero, legislar para sacar el dinero de la política para que se limite la financiación de las campañas eleccionarias. Segundo, reformar el sistema bancario para evitar el fraude y la manipulación de manera que se prevenga la crisis financiera que tiene al mundo capitalista, en particular a la clase media, en ascuas. Por último, que se legisle en contra de la participación de los miembros del Congreso como inversionistas gracias al conocimiento privilegiado que tienen sobre la política pública y el futuro desarrollo de empresas y la especulación de bienes raíces.
Este último punto es particularmente importante, pues la mayoría de los congresistas llegan a Washington como clase medieros y salen millonarios, si no síganle la pista a Newt Gringrich, por mencionar a uno. También sería interesante rastrear los ingresos de dos o tres de los “honorables” exlegisladores, exgobernadores o exjueces del Tribunal Supremo del patio y en qué ocupan sus esfuerzos profesionales. No es de extrañar, entonces, que los políticos del gobierno federal estuvieran tan preocupados por las manifestaciones de este movimiento que, aunque concurrido, no es hasta el momento masivo.
En Puerto Rico la convocatoria de occupy, hace unos meses, logró reunir a algunos cientos en las inmediaciones de la Milla de Oro. (También provocó una, para mí inocua, discusión en las redes sociales sobre si el término occupy era políticamente correcto en el contexto colonial puertorriqueño). Esto sucedió después de varios años de recesión sostenida y creciente que ha sido causa y efecto de: el cierre del gobierno por un mes; del aumento en el costo de la vida; del despido de decenas de miles de empleados públicos; de la transformación de la Universidad de Puerto Rico para hacerla más “eficiente y rentable”, según sus limitados conceptos, así como la imposición de una onerosa cuota; del deterioro sostenido y agravado de los sistemas de salud y educación pública (por eso de mencionar los más importantes); de la corrupción y la mediocridad instaurada en el sistema de partidos políticos, totalmente divorciado de los problemas del país, para el beneficio de los miembros de la ganga según su color azul, rojo o verde…
En fin, así las cosas, los ciudadanos-consumidores de la Isla en cantos se aglomeraron –empujaron, corrieron, gritaron– masivamente durante el llamado “viernes negro” frente a las megatiendas que se llevan las exiguas riquezas del país. Convocados y estremecidos por su afán consumista para dar inicio a la supuesta época de reflexión, unión familiar y bla bla bla.