Cuando se habla de arte revolucionario, se piensa en dos tipos de fenómenos artísticos: obras cuyos temas reflejan la revolución y obras que sin estar vinculadas a la revolución por el tema, están profundamente imbuidas, coloreadas por la nueva conciencia que surge de la revolución.
-León Trotsky
El elemento suprematista, tanto en la pintura como en la arquitectura, está libre de toda tendencia social o, dicho de otro modo, materialista.
-Kasimir Malevich
Hay arquitecturas de la revolución y arquitecturas revolucionarias. Aunque fundamentalmente distintas, las diferencias entre estas dos arquitecturas no han sido aclaradas. Durante más de cien años algunos proyectos han sido incorrectamente catalogados como revolucionarios cuando en realidad sólo son parafernalia de la revolución. De manera similar, otros proyectos han pasado desapercibidos a pesar de su inherente trascendentalismo.
Aún cuando las arquitecturas de la revolución y las arquitecturas revolucionarias usan como combustible las fuerzas que emanan de las revueltas sociales, ambas responden a una serie de valores completamente diferentes. Las arquitecturas de la revolución son producto de las demandas iconográficas de periodos históricos específicos. Una vez la tempestad revolucionaria ha pasado y las aguas sociales han vuelto a su cauce, estas arquitecturas son como espejos retrovisores que sólo ofrecen miradas alicaídas a un nostálgico pasado.
Por otro lado, las arquitecturas revolucionarias tratan siempre de romper con la “imagen” de la revolución mientras de paso establecen nuevos lenguajes arquitectónicos. Indiferentes a los efectos de las revueltas, las arquitecturas revolucionarias miran siempre hacia el futuro, perpetuando así sus aires de contemporaneidad.
En contra de la creencia común, el constructivismo –la rama vanguardista de la maquinaria propagandística soviética—produjo arquitecturas de la revolución, no necesariamente arquitecturas revolucionarias. Los desafiantes voladizos del Wolkenbügel de El Lissitzky y la colosal torre en espiral de la Tercera Internacional diseñada por Vladimir Tatlin fueron parte del repertorio de monumentos musculares de la revolución bolchevique. Cada uno de estos proyectos es un flashback perpetuo a las nostálgicas memorias de la revolución. Las imágenes que nos quedan son solo humaradas de proyectos que fueron consumidos por las llamas ideológicas.
Pero si el constructivismo, siempre visto como el movimiento abanderado de la revolución, fue también un instrumento propagandístico, ¿hubo entonces arquitectura revolucionaria? ¿Estaban todos los movimientos artísticos de la época condenados al servicio de la ideología política hegemónica? ¿Habría sido posible que una forma de arquitectura trascendental germinara bajo la intimidante sombra estalinista?
Mientras los eventos de Octubre de 1917 lanzaron a los ejercicios vanguardistas de los cubo-futuristas, rayonistas, suprematistas y constructivistas contra el puñal de hierro del kitsch estalinista, no fue sino hasta quince años después que la historia de la estética revolucionaria alcanzó su punto climático.
En 1932, Boris Iofan y Lazar Khidekel presentaron sendos íconos en extremos opuestos del espectro dialectico de la arquitectura y la revolución. Producto de un concurso celebrado por Vyacheslav Molotov –uno de los colaboradores de Stalin, Iofan venció a un grupo de intimidante gravitas que incluía propuestas desarrolladas por Walter Gropius, Hans Poelzig, Erich Mendelson, Auguste Perret y Le Corbusier. Aunque al principio el proyecto de Iofan estuvo rodeado de un aura futurista—quizás debido a su estadía en Italia—con el pasar de los meses el edificio se fue deformando bajo las fuerzas inexorables de los pastiches historicistas tan venerados por déspotas de turno como Hitler y Stalin. Su proyecto, que comenzó mucho menos ambicioso y estéticamente menos comprometido, fue tomando forma hasta convertirse en el ícono predilecto del comunismo soviético: una torre neoclásica de Babel.
En la forma de un grotesco zigurat de más de 1200 pies de altura, la propuesta ganadora del concurso del Palacio de los Soviets fue eventualmente coronada por un monstruoso Lenin habitable señalando hacia el Kremlin, que con un brazo de 20 pies hubiera sido el voladizo más largo del mundo.
Ese mismo año, lejos de los bombos y platillos que rodearon al proyecto más espectacular y simbólicamente más ambicioso de Stalin, un discípulo de Kasimir Malevich continuaba la búsqueda de su maestro de una arquitectura cósmica. Lazar Khidekel proponía voladizos desnudos de cualquier estilo. Mientras el interés suprematista de Malevich en la arquitectura no fue mas allá de algún coqueteo volumétrico, su ex estudiante y colaborador en la Unovis de Vitebsk concibió la antítesis del Palacio de los Sóviets siguiendo los experimentos de su radical filosofía artística. Lo que Malevich comenzó como exploraciones abstractas de masa y forma con sus arquitectons, fue continuado por Khidekel, en la forma de un repertorio caleidoscópico de volúmenes horizontales, desplegados como livianas nubes cartesianas a través de paisajes desnudos.
Estos megalitos abstractos eran lo opuesto de la estética propagandística, las pancartas y consignas y las imágenes de íconos de metal y concreto con la que, tanto los Constructivistas como Iofan, soñaban con sembrar en el frágil suelo de las antiguas ciudades rusas. Si la torre de Iofan fue un una muestra sintomática del comunismo kitsch de su época, las representaciones de Khidekel se convirtieron en una sublime manifestación de abstracción arquitectónica. Mientras el Palacio de los Soviets se hinchaba hasta alcanzar medidas descomunales, las ciudades futuristas de Khidekel flotaban como zepelines idealistas, posándose en el suelo solo cuando la imposibilidad de vencer a la fuerza de gravedad se hacía inevitable.
Mientras el monstruo de Iofan se ahogaba en el profundo pozo de sus propias ambiciones tratando de levantarse en un frenesí de absurdidad potemkinesca, las arquitecturas de Khidekel viajaban horizontalmente dentro del subconsciente de la vanguardia motivando silenciosamente innumerables proyectos de generaciones venideras.
Mucho antes que las arquitecturas móviles de Yona Friedman flotaran por los aires de Paris, o que la Nueva Babilonia de Constant levantara sectores situacionistas para el homo ludens europeo, o que Arata Isozaki visualizara ciudades metabólicas en forma de nubes nucleares por los aires de Japón, Khidekel imaginaba enjambres de rascacielos horizontales, livianos y dinámicos, volando hacia el futuro de la arquitectura, hacia el futuro de las sociedades.
En las imágenes de Khidekel nada queda de la parafernalia usualmente asociada a la revolución. Con cada pincelada de acuarela Khidekel pintaba obsoleta la utopía Bolchevique de íconos utilitarios. Con cada alongado voladizo de cada volumen monocromático se alcanzaba una nueva forma de revolución arquitectónica: la revolución suprematista.
Las visiones de Khidekel trascendieron los redundantes juegos mentales de la revolución al levantar ciudades enteras sobre la banal retórica política. Como un Zaratustra nietzscheano claramente adelantado a su tiempo, Khidekel anunció (en un idioma ininteligible para aquellos sin la capacidad de entender), la llegada de una arquitectura que —como Malevich hizo en el arte— alcanzó una forma de abstracción capaz de mirar siempre al futuro y que aún hoy, ochenta años después, sigue siendo revolucionaria.
Lista de imágenes:
1. Esbozo para una ciudad futurista / Sketch for a Futuristic City 1928-32, Lazar Khidekel, fotomontaje por WAI Architecture Think Tank, 2012.
2. Aero ciudad / Aero City c. 1964. Lazar Khidekel, fotomontaje por WAI Architecture Think Tank, 2012.
3. Palacio de los Soviets / Palace of the Soviets c. 1937, Boris Iofan, perspectiva.
4. Palacio de los Soviets / Palace of the Soviets c. 1937, Boris Iofan, elevación.