Rescatando imaginaciones

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“A mi edad la cabeza a veces se trastoca”.

—Silvio Rodríguez  


Entre los recuerdos de sabor místico a los que la vida me somete, el de mis años en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico es el que con mayor regularidad me ronda. Grabado en una conciencia que parece haberle encontrado su rumbo al alma, ese tiempo con frecuencia se añora como el crisol que fundió los orígenes de casi todo lo que hoy leo, pienso, hago y escribo. Algunos cuarenta años me separan de los estudiantes del presente y aun así, nuestra común experiencia parece tener una desconcertante igualdad. Pero es una ilusión, pues los conflictos por los que hoy atraviesa la institución (sumergida en el colapso económico y político del país), aun cuando me abofetean con predecible sorpresa, me obligan a revivir viejos sentimientos que poseen un novedoso carácter de finalidad que en antaño, aunque sospechado, solía permanecer en el lejano horizonte.

He cargado con la culpa ocasional de no poder evitar, observando en décadas recientes videos de luchas estudiantiles y sus interacciones con la policía en el recinto, desviar momentáneamente la mirada hacia el trasfondo que enmarca la reyerta. Aunque también tuve mis encontronazos con los gendarmes, resurgiendo junto con muchos el sentimiento de ira ante la altanería abusiva y cobarde, trato de identificar los edificios, caminitos y recovecos que en otrora estuve, y no los dejo opacar la formación intelectual que cada salón y esquinita del recinto me brindó. Todas las memorias las repaso atadas a un libro o a algún pensamiento que abriera mis ojos a partes de un mundo insospechado hasta ese momento. Así, la grama y acera frente a la biblioteca Lázaro, escenario de tanto arresto y macanazo, las recuerdo como el lugar donde de labios de mi amigo José oí, por primera vez, la palabra "Trilce", sin saber que pasaría el resto de mis días explorando la inagotable cantera que es la poesía de Vallejo.

¡Ay la Lázaro! Catedral a la que centenares de veces entré añadiendo, en cada una de ellas, a mi consciencia estética un nuevo detalle del Prometeo de Tamayo. Hoy veo, en las fotografías de la prensa, individuos que, tras sus puertas de cristal, miran como impotentes observadores del absurdo, sin notar que hubo a sus espaldas un fuego que el Titán les ofrecía. Fue también en los arbolitos al cruzar la calle, donde aún existe un presente que pretende rempujar fuera del cerebro de algunos estudiantes ideas sobre un Puerto Rico diferente; donde le mostré a Raúl mi última adquisición de Sartre, compartiéndole el dilema frente a los anaqueles de La Tertulia; donde un mísero presupuesto estudiantil me obligó a elegir, descartando a Heidegger.

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Mi memoria viaja sobre las partes noticiosas, aterrizando frente a Registraduría, donde Luis Nieves insistía en que no perdiese tiempo leyendo más allá de Wittgenstein. “¡El Tractatus, El Tractatus!” Insistía con venas de un cuello a punto de reventar. “¡Entiéndelo, Ricardo, todo debate sobre el conocimiento terminó con El Tractatus Lógico Philosophicus!”. La lista de recodos y memorias es extensa: la sombra protectora de la rampa de Generales, donde, junto con Vidal y Sergio, batallamos nebulosas traducciones de Kierkegaard al español; Ramón Grosfoguel dictando tempranas cátedras de teoría política en la placita de Humanidades mientras le comprábamos de su carrito humus y falafel; mi caminar vespertino desde Naturales, pasando por Pedagogía en dirección a coger la guagua 45, con la mente sumergida en la integración de funciones trigonométricas inversas y hombres convertidos en cucaracha que en kafkianas alboradas, vegetaban recostados de la baranda del Consejo de Estudiantes. 

Pero los orígenes de tantas inquietudes estaban en los salones de clases y en los profesores que sembraban tal ardor en nuestras mentes. Mi profesora de Física, quien me hizo ver la larga conexión histórica entre la carrera de Bugs Bunny y la Tortuga con las antiguas preocupaciones griegas sobre la continuidad matemática. Es por ella que hasta hace poco, en el salón que me correspondía a mí encender nuevas curiosidades, un cuadro de Zeno observaba regio a mis pupilos. Estos también se beneficiaban de las elegantes formas de conectar las ecuaciones algebraicas que aprendí de José María Lima, años antes de saber que también era uno de nuestros mayores poetas. El medioevo convertido en novedoso evento en el salón del profesor Rabell, que con paciencia desmantelaba para nosotros el mito de siglos de supuesta oscuridad, coronándolo con un trancazo de imprenta. Jamás pude enjuagar aquellas reflexiones sobre Gutenberg. Hoy miro en mi biblioteca los libros de McLuhan, reviso a Homero y trato de entender los cultos a Orfeo, usando los frutos de los árboles que sembraron aquellas lecciones, ayudándome a mejor descifrar la corriente revolución tecnológica.

Mucho de esta enseñanza tomó sentido el día que de camino a mi clase de Sociales, donde aprendía las implicaciones de los años muñocistas, me topé con una de las primeras marchas del 1981 que se cuajaba. Allí estaba la historia de los libros frente a mis ojos y, sin al momento saberlo, lo que sería el más aleccionador de los eventos, dentro del evento mismo que fue la universidad, doblegándose y ofreciendo claves para ayudarme a descifrar, por mí mismo, los entuertos de la vida, la política y la sociedad.

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Impensable no amar la universidad, así como lo es permitir que muera. Pero insistir en la dependencia gubernamental para preservarla, es una desacertada inversión de energía. Pues no ha sido prioridad de nuestros gobernantes, y menos ahora que no tienen o no quieren tener los recursos. Tanto estos, como sus tentáculos representados en la servil burocracia de los recintos, han sido mayormente un obstáculo para la realización máxima del potencial que ofrece el proyecto universitario. Todo lo grande que tiene la universidad, todo lo que provoca emoción en el abrazo pleno del conocimiento y los maravillosos frutos que tanto individuos como sociedad, a pesar de todo, han disfrutado, tiene su origen en solo dos de sus componentes: la facultad y los estudiantes. Lo demás es sobrepeso.

La propuesta atrevida en estos tiempos, innovadora y con posibilidad de romper el vicioso ciclo del último siglo, sería arrancársela de las manos al estado, de una vez y por todas, dejando que sean sus dos constituyentes principales, en verdadera autonomía, los que sigan llevando, como siempre lo han hecho, las riendas de su grandeza, procurando alcanzar, todas las cimas que siempre hemos visto y sabido posibles. En otras palabras, "to call their bluff". Atrevernos a dejar que la cierren, y usar el momento para —desde los salones de clase (dondequiera que estos puedan ser), sin dejarnos detener o amedrentar por los detalles de implementación (pues no es la primera vez que alguien hace esto)— fundar nuestra verdadera casa de estudios.


Lista de imágenes:

1-2. Portal UPRRP
3. Presencia, periódico digital regional del Noreste