Monólogo incompleto de una doliente: escrito ficcional desde el calvario

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¿Por qué estas ganas incomprensibles de querer sobrevivir? Si la razón se impusiera, sería ineludible dejarse ir, desapegarse de la lucha, contar las respiraciones sin mayor aspiración. Pero hay algo necio, cierta gran necedad que dista de ser inofensiva. Y es cuando dentro de todo el sinsentido aparece uno más grande y peligroso: la esperanza, una confianza enfermiza en la vuelta de tuerca, el momento en que todo habrá merecido la pena. Esa creencia repetida que más que una apuesta por la fe se parece a cierta manera instintiva de ser, permanecer.

Mas cuando ese momento de certeza se dilata en breves estallidos fútiles de pequeñas sogas salvadoras de luz, se persigue, más allá de la vida como ejercicio del hábito, un entendimiento que permita sostener y justificar la carencia que a sorbos amenaza con extinguirse.

Entonces se pregunta el cuerpo qué lo ata en tal desasosiego, en dicho exterminio de a poco a pensar, a sujetar la posibilidad de crearse la vida. El patetismo de una rendición temblorosa por la caída, una muerte que no sabe perder, una muerte tímida, una muerte que suplica por un rato más, una muerte que finge la derrota, una muerte que no quiere morirse.

No quisiera resucitar alguna emblemática sentencia que aspirara a condensar la memoria del dolor. No porque sean ajenas a la génesis y las respiraciones del mío sino porque llega cierto momento que la militancia en las tropas dolientes insiste en crear su propia historia: quiere uno dolerse como solo uno sabe, con el estrépito de la niña envejecida desde antes de la primera vida después de la muerte iniciática.

Y es inevitable que me cuestione la relevancia, la pertinencia, la exactitud del instante que escribo, y reescribo desde la aversión hacia la autocensura que mis dudas amenazan con lanzar desde su monte de Sísifo, desde la piedra que ansía extraviarse. Así autocensura y dolor me comprimen aun más en este día que se asemeja a la primera parición en una silla, al trance de una escritura automática. (Quizás mañana o un poco antes de, contemple estas letras desde el oráculo de los dioses, por ahora caídos, o sea, desde la perspectiva alejada de una divinidad carnal). Mientras tanto, me sigo plegando en esta condición de luz que soy, no por una virtud metafísica, más bien por los vertiginosos cambios. Y es que luego de este punto el dolor ha aminorado.

Debo apresurarme antes que intente desaparecer y con él todo propósito de expulsión publicable.

Nulamente cuento con un pesar noble, propio de mártires y beatos. En todo caso es más parecido al vulgar vientre de los reptiles que profana la boca de la tierra. Es una aflicción que se arrastra, viciosa, acostumbrada a ser llanto cruel; parece no querer modificar su conducta o tomar clases para el manejo de su caos líquido. Que ha llegado lejos, que me ha acompañado por una treintena de años como para venir a redimirse ahora, despepita.

La verdad es que me he ido vaciando también ante los fotogramas de holocaustos, de cautiverios y hambres ajenos. Repito las imágenes históricas y me abalanzo hacia el terror de esos huesos con el ímpetu del abrazo que se cree salvador, con mi esqueleto ofrendándose como animal de sacrificio. Sería innoble, repito, hacer un paralelismo entre esos dolores y el mío, aunque haya rozado la locura y me hayan detenido cadenas invisibles.

¿Será que el dolor es distinto en cada sufridor o será una ineluctable abstracción que es universalmente idéntica? ¿Para qué/quién dolerse? ¿Cómo escoge el dolor a sus sacrificados? ¿Qué divinidad aciaga propone tal oprobio? ¿Hay redención luego de la aceptación?

Dije que la angustia había bajado su intensidad. Para mi sorpresa se ha mantenido así. Ha sido un día de relativa estabilidad. Quizás deberé seguir escribiendo con dedos rebeldes ante y contra el desconsuelo. Escribir y escribir. ¿Olvidaré así que duele?

Lista de imágenes:

1. Minna Resnick, Sitting Pretty, 1993.
2. Minna Resnick, #14 de la serie Sitting Pretty, 1993.
3. Minna Resnick, Freedom, 1991.
4. Minna Resnick, Silence, 1991.

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