Al paso contrario
Y un poco aceptar el ritmo lento
que ha tomado la vida,
darle a la tranquilidad objeto.
Moverse al paso contrario
del país que se arroja al descalabro,
detenerse;
no convertir los poros en ciénagas.
¿Puede un país en ruinas
ofrecer mas derrotas?
Su osamenta, a punto de caer
por su peso,
insiste amaneceres.
Insiste.
Insistimos.
Sembramos la noche,
morimos un poco el día.
No, esta no es la isla en peso,
es la isla del aire.
Y el aire arde púas.
Aquí nada se asienta.
Parece empozarse.
Este es el coloquio
de las perras
y a veces nos mordemos.
Ahí yace el cuerpo
recordándonos
lo indomable.
Es detenerse:
observar
el vacío del parque
sin gente.
Esto es retomar
la lentitud,
en el terrazo
quedan minas.
Pólvora
Pólvora, hay pólvora en mis manos.
La enciende el viento entre estas calles
que ya no reconocemos.
Demorarme en un bosque puede ser
una noche en tu pecho;
deslizarme entre el archipiélago
que se despeña en tu espalda
puede aliviar todo eso que nos desola.
Reconocemos las ruinas de otros,
ignoramos las nuestras;
las arrojamos a un vertedero
con la esperanza que nos da el abandono
y los pilares del agua.
Este no es un canto a la desdicha,
pero sí a los nombres que se han ido;
pero hay pólvora, pólvora en mis manos.
Las estrellas fugaces son cadáveres
negados a morir, pero están muertos.
No es que haya que temerle al polvo enamorado de una instancia
—detenida—.
A veces florecer, es reconocer que nos acercamos a la muerte a la mañana siguiente.
¿Quién resucita sin el temblor de la carne?
La tuya le susurró a mi mundo una espera
y un deslave.
A veces quiero la soledad de los callejones,
otras veces solo regresar.
Contigo
regresé para abrazar el humo de una fuga.
Queda pólvora en mis manos.
Anti-elogio
La tristeza no merecería tanto elogio
tampoco el derrumbe.
Habría que pedirles a los corales
que no se extingan;
el mar suele tragarse los intentos.
Habría que perseguir una voz
hasta un restaurante,
observar cuánta gente se sienta
con su soledad a beberse un trago
de nostalgia.
A veces quisiera saber qué recuerdan
cuando las sonrisas de cortesía se agotan
y queda el café y su desafío
con cada sorbo,
como si se tragaran algo de esa vida
y les tejiera la historia en la garganta.
Ahí uno sabe que no hay soledades solas, que esos cafés,
están atestados
de las mismas historias.
Que allí están todos
esos cuerpos,
pero sin estar;
como fingir que no se mira
al lente,
para darle algo de drama a la foto.
No hay homenaje
para los tristes,
tampoco hay canciones
para la rabia,
y no estamos tan solos
para bebernos
un café, tú y yo,
ahora que nos despedimos.
Habría que regresar
a ese lugar en donde nos
quedamos solos,
y pedirles
a los peces
que nos devuelvan
agallas,
que nos devuelvan
las agallas.
Auschwitz II
La isla,
este campo de concentración
con cream cherry top,
asiste a nuestra ejecución lenta
forjada entre palmeras;
inocua, un golden shower,
tan dorada urea en la sangre.
No nos apresan,
vamos en fila, voluntarios
en espera de hagiografías
que no llegan.
La muerte sin gracia
danza el amante
ante el ocaso; sea Venecia,
sean los muelles hundidos
de San Juan.
No será la muerte en Venecia,
no hay rastro de belleza
para los muertos
en el Caribe.
Aquí la luz
siempre ciega.
Lista de imágenes:
1-5. Yves Marchand y Romain Meffre, The Ruins of Detroit, 2005.