Sudamérica se halla compuesta por diez democracias presidencialistas (Argentina, Bolivia –ligeramente parlamentarizada--, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela). En ellas, la figura del primer mandatario adquiere un lugar preponderante. Sin embargo, el mismo contiene claras diferencias según el país que estemos mirando, pues estas democracias se agrupan en dos modelos, pese a que en el interior de cada uno se plantean distinciones obvias, propias de las idiosincrasias locales: un presidencialismo personalista, donde el primer mandatario ejerce el poder bajo la consigna “el estado soy yo”. O, por el contrario, uno con mayores grados de institucionalidad, donde la relevancia del jefe de estado es acompañada por el reconocimiento de otras instituciones que hacen al gobierno nacional, como el parlamento, y los partidos políticos, la corte suprema de justicia y los estados subnacionales (en el caso de los sistemas federales). Los dos patrones atraviesan gobiernos de signo político disímil, es decir más inclinados hacia la izquierda o más corridos hacia la derecha.
Desde que la tercera ola de democratización bañó las costas sureñas, a mediados de los años setenta, el modelo personalista se ha caracterizado por la presencia de dos fenómenos contrapuestos: liderazgos hegemónicos con alta concentración personal de poder en manos del presidente –con tendencia a reformar la constitución para ser reelectos (Carlos Menem y Néstor Kirchner en la Argentina, Alvaro Uribe en Colombia, Hugo Chávez en Venezuela, el primer Alan García y Alberto Fujimori en Perú) y su contracara, jefes de estado que no alcanzaron a cumplir su mandato dada su debilidad política e institucional, aunque su salida anticipada no resultó del clásico golpe de estado del pasado sino de acuerdos partidarios ocurridos en los parlamentos. Los ejemplos de mandatos incumplidos abundan en ocho de las diez naciones mencionadas. La excepción la constituyen Chile y Uruguay.
Ambos diseños, personalista e institucionalista, conllevan también distintas formas de resolución de los conflictos: mientras en el primero buena parte de los jefes de estado tienden a utilizar la personalización del poder para gobernar, hasta donde es posible, a su antojo; en el segundo los conflictos apuntan a dirimirse a través del diálogo y de la participación de los intereses organizados y de la sociedad civil. Desde mediados de la década del setenta, Sudamérica ha visto ejemplos de presidencialismos personalistas en Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Venezuela; al tiempo que Chile y Uruguay, ejemplos del segundo, encuentran bastante más acotado el ejercicio del poder presidencial. Finalmente, Brasil se halla en transición del primer modelo al segundo, pues avanza en el camino de fortalecer las reglas. Este pasaje lejos de desmerecer a su último presidente, Ignacio (Lula) da Silva, le otorgó mejores credenciales, tal como lo vimos en la despedida que realizó la ciudadanía brasileña al otorgarle 87% de imagen positiva. Al finalizar sus mandatos, un destino similar les fue reservado a Ricardo Lagos y Michele Bachelet en Chile y a Tabaré Vázquez en Uruguay.
En una palabra, los liderazgos del jefe de estado no sólo no quedan opacados en los presidencialismos institucionales, por el contrario, sobresalen a partir de desempeñar un papel más difícil y riesgoso: jugar su voluntad política atados a la ley y en acuerdo con otros poderes políticos y sociales que limitan y recortan el propio. Sus logros al ser compartidos encierran dos ventajas. Primero, devuelven mayor responsabilidad al sistema democrático que al presidente. Segundo, los cambios tienden a ser duraderos.