En un lugar de Manhattan, de cuyo nombre siempre quiero acordarme, se encuentran 16 estudiantes-artistas de la llamada tercera edad, Altagracia, Héctor, Nubia, Fei, Zoraida, Vicente, Ada, José, Juan, Mei, Domingo, Blanca, George, Lok, María, Luly, y su instructor Rubén. Estos se reúnen todos los martes y jueves, desde principios de febrero, para explorar las posibilidades del dibujo y la pintura.
No todos se consideraban artistas antes, aunque guardan creaciones jugando con dichos medios. José, por ejemplo, dibujaba en la escuela desde niño pero la vida lo llevo por otros lados y esto es un retorno para él. Otros de ellos recurren al arte buscando salir de momentos tristes en sus vidas, como la muerte de un compañero o familiar. Luly, a partir de la pérdida de su esposo, decide buscar el arte como una forma de olvidar, terminando enamorada de la práctica. Así llega el momento en que dice: “Si me bajan por el ascensor, yo subo por las escaleras”. O sea, no hay forma de distanciarla del curso.
En el caso de George, llega al centro porque el doctor le recomienda hacer ejercicios. Allí conoce a varios de los estudiantes los cuales le cuentan de la clase de arte. Él se entusiasma y se une a ellos.
Nubia por su parte decide de una vez por todas tomar el arte, llamado al que no había respondido por obligaciones familiares.
Hasta hace poco en el taller, además de pinturas y pinceles, se compartía música y comida. Siendo el grupo diverso desfilaban platos de diferentes países: mangú, arroz con gandules, arepas colombianas, pollo brasilero, y exquisitos tés asiáticos. Una crisis administrativa durante el 2011 pone a la existencia de esta clase en peligro, pasando el centro a nuevas manos. Luego de un proceso de cambio se les da a los estudiantes mismos la oportunidad de seleccionar a su instructor entre varios candidatos que ofrecieron una clase de 30 minutos. Rubén resulta elegido por ellos dando comienzo a una nueva etapa en el compartir de estos.
Es entonces que el grupo retorna a lo más básico: al lápiz y al papel. Rubén los invita a un proceso de redescubrimiento de sus habilidades psicomotoras respondiendo a la pregunta de Ada, una de los estudiantes: “¿Estamos a tiempo?” Y la contestación en la práctica ha sido: “Todos estamos a tiempo”.
En el regreso a lo básico se les incita a dejar a un lado el calco y la reproducción de fotos, a estudiar y examinar la historia y la belleza de los materiales, a jugar con la perspectiva en la búsqueda de un conocimiento más profundo de la práctica del arte y de cómo esta práctica puede transformar la manera de percibir y expresar.
Todo esto ha constituido retos y alegrías para ellos. Retos porque se han enfrentado desde entonces a ejercicios de mayor desafío y alegrías porque descubren que la edad no es un obstáculo para aprender cosas nuevas.
*Esta nota es la primera de tres partes que serán publicadas durante esta temporada en Cruce.*