Según la Enciclopedia Jurídica, la edad es el tiempo que ha vivido una persona desde que nació hasta el momento en que se tiene en cuenta. A través del desarrollo de la humanidad, el concepto de una edad cronológica se ha visto yuxtapuesto con el establecimiento de la edad jurídica. Por ejemplo, en tiempos cercanos a la Conquista de América, él Código Mendocino (1535-1550) disponía de castigos extremos para los niños entre los 7 y los 10 años.
Por su parte, García Márquez establece que la participación del campo de la psicología y la psiquiatría, empiezan a tener un sitial más meritorio durante el siglo XIX, toda vez que se comienza a ver al menor no como un adulto pequeño sino más bien como un ente particular. La diferencia entre responsabilidad penal e imputabilidad va a resultar entonces de tres aspectos fundamentales: los mecanismos y normas procesales, el tipo de medidas y, finalmente, el lugar de cumplimiento de dichas medidas. Por esto el hecho de que tanto los adolescentes, al igual que los niños, sean penalmente inimputables, siendo, sin embargo, penalmente responsables.
Se busca con esto, que la sociedad brinde no una respuesta punitiva o de venganza hacia el menor, sino que brinde las herramientas necesarias para que éste pueda ser reingresado a la comunidad con los elementos habilitadores que garanticen su funcionalidad dentro del sistema. En el caso de Puerto Rico, por medio de la Ley Núm. 88 de 9 de julio de 1986, mejor conocida como “La ley de menores”, según enmendada; el Estado considera que la intervención con menores que actúan contra el orden establecido debe tratarse distinto a la persona adulta, ya que, en principio, el desarrollo intelectual, emocional y físico de un menor es distinto al de un adulto. El Estado -no sólo los padres- tiene la responsabilidad de proteger a los menores de edad, evitando errores dentro del proceso de formación y maduración cuyos efectos negativos futuros pueden reflejarse en su vida adulta.
En días recientes fuimos testigos de cómo dos menores de edad en un plantel escolar acosaron y agredieron verbal y físicamente a otra menor compañera de clases. El video difundido por la propia agresora entre las redes sociales iba acompañado de un canto victorioso… poco sabría la menor que con esto se incriminaba, y poco sabía yo que la reacciones por parte de la sociedad serían las que todos hemos sido testigos. Desde palabras peyorativas hacia las menores encausadas, amenazas, alegría y celebraciones por haber sido aprehendidas. ¡Justicia!, gritaba el pueblo, y nuestros medios de comunicación se hicieron eco publicando la foto de las menores esposadas.
Qué triste escenario presenciado. ¿Acaso se nos olvidó que son nuestra responsabilidad, no sólo la menor agredida sino también las agresoras? ¿Dónde dejamos el rol habilitador e impusimos el punitivo? ¿Hasta qué punto la sociedad ha renunciado a ellas y ha antepuesto la seguridad pública y la indignación de un acto a la protección y bienestar del menor?
Es esta sed de justicia desorientada la que termina convirtiendo los centros de detención en cárceles, las cortes de familia en juicios penales regulares y las herramientas habilitadoras en sentencias. Sin embargo, provocan de este modo, no una habilitación del menor, sino un reincidente y futuro criminal en nuestro ordenamiento social. Y claro, de adulto ¡que se le ponga todo el peso de la ley, que sabía lo hacía! ¿Realmente sabía?
Bajo un discurso que apela a las garantías del contrato social, se nos ha convencido que sin la existencia de ciertos entes asociales se puede garantizar la vida y la estabilidad misma del sistema. Que no basta con separarlos físicamente de la sociedad y someterlos a un centro penitenciario digno del panóptico de Bentham, sino que hay que arrancarles de una vez hasta el último suspiro. Como bien señala Foucault, desde el principio, la prisión debió ser un instrumento tan perfeccionado como la escuela, el cuartel o el hospital y actuar con precisión sobre los individuos. El fracaso ha sido inmediato, y registrado casi al mismo tiempo que el inicio del proyecto mismo. Desde 1820 se constata que la prisión, lejos de transformar a los criminales en gente honrada, no sirve más que para fabricar nuevos criminales o para sumir(los) todavía más en la criminalidad. Entonces, como siempre, en el mecanismo del poder ha existido una utilización estratégica de lo que era un inconveniente. La prisión fabrica delincuentes, pero los delincuentes a fin de cuentas son útiles en el dominio económico y en el dominio político (Focault, 1978). Los delincuentes sirven para excusar la existencia del Estado.
Todo es política, había declarado Thomas Mann a finales del siglo XIX, y nada más cerca de la realidad. Saber que se vive en una sociedad que hasta hace poco más de siete años, estaba dispuesta a ejecutar a un ser humano por las acciones cometidas por éste cuando era menor, es sólo la muestra de lo que como sociedad podemos apoyar amparándonos en la indiferencia. Cientos de jóvenes murieron por manos del Estado -nuestras manos-, en nombre de la “seguridad social”.
En nuestro caso, no fue hasta que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en el caso de Ropper v. Simmons, 543 U.S. 551 (2005), aceptó el argumento de la comunidad científica sobre el desarrollo sicosocial de un menor vis à vis el de un adulto, que se concluyó que ejecutar a una persona por hechos ocurridos durante su minoridad era, en efecto, una clara violación a los derechos constitucionales establecidos en la octava enmienda de la Carta de Derechos. Ya no los condenamos a muerte, es cierto. Ahora los condenamos a vivir muertos, a permanecer en las sombras del embate del sistema, mientras nosotros nos lavamos las manos y la conciencia reproduciendo las imágenes de tres menores que han sido víctimas. Donde dos de ellas nunca entenderán de qué va eso que el pueblo al unísono grita como “Justica”.
Lista de imágenes:
1-5. Commissioned by Antonio de Mendoza, the first Viceroy of Mexico (or New Spain as it was known), between 1535 and 1550, this bound series of images is a kind of comic-strip representation of Aztec life, as represented by an indigenous artist. The manuscript itself had a strange and eventful passage through history, destined for the royal collection of the Spanish emperor Charles V, but captured by French pirates and send to the French court, then passed to the Cosmographer Royal, André Thévet, before being acquired in the 1580s by Richard Hakluyt, the British explorer, eventually being bequeathed to the Bodleian in 1659. It illustrates the history of the Aztec people, from the founding of Tenochtitlan (the present-day Mexico City), to its violent invasion by the Spanish conquistadors. The cartoon-like pictograms – in which speech is represented by flame-shaped tongues floating in front of the speakers’ mouths – shows every aspect of Aztec life, from the training of warriors to the punishment of children by being held over chilli-infused fires, as seen here, and scenes of older Aztecs allowed to drink alcohol only after they have reared their children, along with frequent appearances of a Mexican food as ubiquitous then as it is now: the tortilla.
Las imágenes de la 1 a la 5 fueron comisionadas por Antonio de Mendoza, el primer vice rey de México (o de Nueva España, como se le conocía entonces), entre los años 1535 y 1550. Esta serie de grabados tiene el formato de tirilla cómica y representa la vida azteca, ilustrada por un artista indígena. El manuscrito mismo tiene una historia peculiar, ya que su destino era la corte del emperador español Carlox V, pero fue capturado por piratas franceses y enviado a la corte francesa. De ahí, pasó al cosmógrafo real, André Thévet, antes que la adquiriera en el 1580 el explorador británico Richard Hakluyt, y luego fuera transferida a la Biblioteca Bodleiana, en la Universidad de Oxford, en el 1659.
Este manuscrito ilustra la historia del pueblo azteca desde la fundación de Tenochtitlán (en el presente la ciudad de México) hasta la violenta conquista española. Los pictogramas tipo tirillas –en la cual el habla se representa como lenguas de fuego que flotan frente a las bocas de los hablantes– muestran todos los aspectos de la vida cotidiana azteca, desde el entrenamiento de los soldados hasta los castigos a los niños, a los que se les sostenía sobre fuego alimentado con chile picante, como puede verse en una de las imágenes. También se muestran escenas de aztecas ancianos a los que se les permitía beber alcohol una vez ya habían criado a sus hijos, al igual que se puede observar la preponderancia de un ingrediente particular de la comida mexicana, tan común hoy como entonces: la tortilla de maíz.