Esta historia no es mía, pero pudiera serlo. Es una de esas historias que se narran mejor en primera persona. También es una de esas historias que podrían marcar la vida de cualquiera que, como yo y como su verdadero protagonista, haya crecido –coming of age le llaman en el difícil– en el Puerto Rico de los setenta y de los ochenta; en el Puerto Rico de los Kakukómicos, de Cuca Gómez, de Iris Chacón y Juno Faría, de Juanma y Wiwi, de Lucecita, Chucho, Lissette, Pacheco, de las Cabbage Patch, Llena tu Cabeza de Rock, el umbral de MTV, de Cuchín y la vampirita, Romero y el qué derrota, Maravilla, de Michael Jackson, Prince, los aretes emplumados…
Perdón. Creo que me adelanté un poco y me metí de lleno en los ochenta y en la adolescencia de… llamémosle Junior. Junito. Y démosle hacia atrás: hacia La Pandilla, El Show del Mediodía, Cepillín, Pacheco.
Y el Tío Nobel: el verdadero inventor de los aeróbicos –sólo que él los llamaba ejercicios musicales y los hacía con chaqueta y sombrero de marino– el capitán de un barco imaginario, el custodio del Libro de Oro y de los mejores muñequitos, el amigo de los niños.
¿O tal vez no? Un rumor triste recorría mi escuela elemental. Decía que en verdad, en verdad, Tío Nobel odiaba a los niños; que en las pausas del programa les gritaba o, peor aún, los ignoraba; que Pachecoy Sandra tenían peores muñequitos pero que eran mucho más simpáticos, incluso cariñosos. Al show de Sandra fui en una ocasión, y, en efecto, era una señora muy encantadora.
Pero me he distraído de nuevo. Regreso a la historia que podría ser la mía. Comencemos por el medio, por el punto culminante, que encuentra a Junior (¿Junito?), a mediados de los setenta, a sus cinco años, flaquito, tímido, alerta, metido en un largo tubo, esperando. Afuera, la infantil audiencia grita, las cámaras graban, Tío Nobel se impacienta. Se impacienta porque Junior espera, y Junior espera porque está ganando la carrera pero en realidad quiere perder. Bueno, no perder, porque en El Show del Tío Nobel nadie pierde. No. Junior quiere ser un casi-ganador.
¿Por qué? El premio para el ganador es una pista de hot wheels (o una muñeca, si la ganadora resulta ser nena), un hombre nuclear oversized (o una barbie), o algo por el estilo. Muy atractivo, claro está. Para el casi-ganador, por otra parte, hay… una lata de Quick. Rico, espeso, chocolosal. Hay galletas, cereales varios y juguetitos de plástico –no grandes ni caros, como los destinados al ganador, pero sí abundantes, muchos. También hay una lonchera, lápices, una taquilla de niño para un circo próximo. En fin, la mesa del casi-ganador es todo lo que Junior, a sus cinco años y sus cuarenta libras, quisiera que fuesen su vida, su cena cotidiana, su alacena, su nevera, su casa. Los premios del casi-ganador eran un poco la metáfora infantil de la promesa setentosa, clase-mediera, manosalaobrera, del upward mobility y el american dream, versión criolla. Los adultos creían en la refinería, en la urbanización, en la enciclopedia Cumbre; los niños creíamos en el Tío Nobel y en el casi-ganador.
Así que Junior cuenta los segundos, mide la intensidad del griterío y logra su objetivo. Calcula el tiempo justo para salir después de su sorprendido contrincante pero antes de la pausa comercial. Se convierte en el casi-ganador y, por ende, en el dueño de los objetos (¡tantos!) deseados. Sus compañeritos lo reciben con algarabía. La directora del Colegio, generalmente irritada con Junior por la deuda crónica de sus padres con la escuela, casi sonreía, con su enorme boca pintada, su enorme pelo setentosamente inflado, sus manos con largas uñas anaranjadas.
Junior, en el quinto cielo de la abundancia que viene, ya iba calculando la dosificación de su felicidad: hoy, las galletas de queso. Con Quick. Si hay leche. Mañana, el panky. Con Quick. Si hay leche. Hasta que, ya en la guagua, las garras color naranja comenzaron, suavemente, a repartir los panky, los lápices, el cereal, los juguetitos. Hay que compartir, hay que ser justos, decía la boca roja. Lo peor fue el Quick, rico, espeso, chocolosal, tan cerca y tan lejos de su experiencia cotidiana como el anuncio donde el conejo inevitablemente se entristece, porque se acaba.
A Junior le dejaron la taquilla (de niño) para el circo, un primer contacto con ese extraño “compartir” y esa “justicia” para las cuales el ganador tenía inmunidad diplomática –en virtud de la integridad anatómica del hombre nuclear– y la chispa de una duda en ciernes, tímida, setentosa, casi-ganadora y tristona. La taquilla se rompió por el camino, pero ya no importaba. Los cupones vendrían, y (tal vez) habría leche.
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Tomado del libro “Mi Tecato Favorito y Otras Crónicas de la Cotidianidad Puertorriqueña”, publicado por la Editora Educación Emergente.