La sorpresa siempre ha sido uno de los elementos más importantes en la historia militar del ser humano. El contar con el elemento sorpresa supone unas cuantiosas ventajas para el atacante, algunas de las cuales Carl Von Clausewitz, el importante militar, historiador y teórico prusiano veterano de las Guerras Napoleónicas, nombró específicamente en su obra Sobre la Guerra (On War):
Surprise, therefore, becomes the means to gain superiority, but because of its psychological effects, it should also be considered as an independent element. Whenever it is achieved on a grand scale, it confuses the enemy and lowers his morale; many examples, great and small, show how this in turn multiplies the results.[1]
El próximo 7 de diciembre de 2011 marca el septuagésimo aniversario del ataque sorpresa más famoso de occidente: el bombardeo japonés a las instalaciones navales estadounidenses en Pearl Harbor, Hawai.
Temprano en la mañana del domingo, 7 de diciembre del 1941, aviones provenientes de seis portaaviones japoneses, parte de una poderosa escuadra comandada por el Almirante Isoroku Yamamoto, comenzaron su ataque a la Flota del Pacífico, la cual había sido transferida a Hawai de su base naval en California. Pearl Harbor representó una derrota costosa para los Estados Unidos; al finalizar el ataque, ocho acorazados habían sido hundidos (Arizona, Oklahoma, West Virginia, California, Nevada, Tennessee, Maryland, Pennsylvania, de los cuales solo los primeros dos resultaron destruidos), al igual que otros barcos y 188 aviones. El costo en vidas sobrepasó las 2,400 bajas entre militares y civiles.
Por otro lado, los japoneses perdieron solamente 29 aviones de los 353 que participaron. Al día siguiente se ratificó una declaración de guerra de parte de los Estados Unidos contra el Imperio del Japón, lo que significó la incursión total del primero en la Guerra del Pacífico. La Marina de Guerra Japonesa había logrado la sorpresa total.
Pearl Harbor ha tomado la connotación de esos míticos y espontáneos llamados heroicos a las armas, tan favorecidos por toda historia oficial. Es el primer Álamo del Siglo XX y sin dudas el más efectivo (el ya desacreditado incidente en el Golfo de Tonkin, supuesto detonante para la intervención directa en Vietnam, nunca tuvo ni una fracción de la importancia en la psiquis colectiva estadounidense, por ejemplo). Pearl Harbor es un punto fijo cuya mera mención exige introspección y genuflexión, uno de los momentos más importantes en la construcción del relato de identidad histórica estadounidense.
De entre todos los amplios cenotafios memoriales dedicados a la hagiografía nacionalista, es este “performance” de recordar la traición el que típicamente ejemplifica la tradicional oposición, al menos en aspectos discursivos, al poco honroso ataque sorpresa (sneak attack). Los muertos de ese día habitan un espacio memorial de un solo cuerpo y nombre, una causa sintetizada en el llamado a la lucha y a la respuesta de un agravio contra el honor y el cuerpo mismo del estado soberano.
Sin embargo, cabe preguntarse si la condena al ataque sorpresa, a la guerra no declarada y a los actos poco honorables en el combate que se arma en el tradicional relato memorial del evento histórico, sigue siendo válida tras la conducta bélica estadounidense luego de sus intervenciones en Irak y Afganistán luego del 9/11. ¿Es acaso compatible la condena al ataque sorpresa, sin declaración de guerra formal, en la era de la “guerra preventiva”? ¿Podemos aún conmemorar esta lectura memorial cuando Estados Unidos no ha declarado un estado oficial de guerra en ninguno de sus conflictos bélicos posteriores a la Segunda Guerra Mundial?
Tal cuestionamiento es importante si se busca darle permanencia y legitimidad discursiva a la lectura prevalente del evento. El peso discursivo de la memoria de Pearl Harbor recae en el valor consignado por el trauma. Si osamos voltear tumbas y ofender lo sacro del evento límite, un posible análisis desapasionado sobre las estructuras simbólicas del relato construido revela que éste es generado por la herida síquica del quebranto de la soberanía espacial, del ultraje súbito a la territorialidad. Es un trauma sumado en la injuria del ataque sorpresa que se venga con los infiernos nucleares de Hiroshima y Nagasaki. Pearl Harbor causó una descomunal herida sicológica, infligida sobre la misma idea del bioceánico Mare Nostrum que componía la mítica égida defensora del aislacionismo Interbellum estadounidense. El componente de trauma se hace más palpable cuando tomamos en cuenta el actual costo a la capacidad bélica estadounidense, el cual fue prácticamente inconsecuente a la larga.
Este trauma adquiere una supremacía discursiva sobre cualquier otro posible casus belli, asumiendo vida propia y tomando un carácter autosustentado en el mismo Zeitgeist[2] afrontado. La misma soberanía espacial es transgredida por el acto de un ataque sobre terreno hegemónico/sacro. Tal espacio y su dominio son vitales para nuestra concepción de soberanía. Su violación, especialmente cuando se percibe (o proyecta) como un ataque sin provocación, es anatema para la continuidad y razón de ser misma de la nación-estado.
Por décadas, el construido memorial de Pearl Harbor sirvió como un elemento unitario entre la población civil y la milicia, y proveyó un elemento discursivo definitivo para la conducta militar estadounidense –el “we don’t start wars, we finish them” que aún se ve en los bumper stickers abanderados de apoyo a las tropas. Estados Unidos había sido la víctima del engaño, de la traición, había sido forzado a entrar en una guerra que no quería; el águila tuvo que pelear para retomar su honra lastimada por “el pequeño amarillo de espejuelos” y “dientes malos”. Era incuestionablemente el bueno del relato, el héroe y paladín de la democracia ante las hordas asiáticas. Hasta Popeye y Bugs Bunny se unieron al combate. Las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki fueron las últimas víctimas ofrecidas en holocausto al altar de la democracia, un infierno irradiado para el Homo Sacer.[3] Hold the salt and pass the flag.
Con el pasar de los años el fuerte elemento xenofóbico fue cediendo terreno a lo pragmático de una alianza con el Japón post-guerra ante la Amenaza Roja™. Es, entonces, cuando Pearl Harbor se globaliza, se convierte en un espectro transnacional de hecatombe termonuclear. SAC, TAC, NORAD, MAD fueron los acrónimos descriptivos de la punta de la lanza destinada a destruir al enemigo con toda la furia del arsenal nuclear, pero siempre vistos por el crisol de Pearl Harbor. SAC (el Comando Estratégico del Aire, o Strategic Air Command) fue extremadamente claro cuando declaró que “la paz es nuestra profesión”. Tal “paz” era el estatus quo del balance del terror.
Claro, del discurso al hecho hay largo trecho. La Segunda Guerra Mundial fue el último conflicto en el que Estados Unidos declaró formalmente un estado de guerra contra otro estado beligerante. La gramática del conflicto mutó durante la Guerra Fría. “Guerra” pasó a ser la imagen de la nube en forma de hongo, “conflicto” e “intervención” la reemplazaron en el argot popular. Corea, Vietnam, Granada todas fueron…intervenciones. Aún cuando en los medios se utilizaba la palabra “guerra”, era un evento de coaliciones y alianzas, como la Primera Guerra del Golfo. Todas buscaban prevenir el sneak attack; todas comenzaban con el sneak attack. Vía CNN.
El ataque del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas en Nueva York trajo una sacudida a la psiquis guerrera estadounidense. Había ocurrido otro Pearl Harbor, decían los medios y los políticos de turno. Un ataque desprevenido, sorpresa, carente de honor. Había que vengar el ultraje. Si bien el ataque sobre Hawai violentó la supremacía del terreno sacro, el ataque sobre Nueva York, templo de la religión secular estadounidense por excelencia, fue un asalto directo sobre la misma fibra de su propia identidad. Pearl Harbor, recuerden a Pearl Harbor.
Pero, no fue Pearl Harbor. No era un gigante imperio que se había tragado al Pacífico. No fue una flota enemiga o un conflicto típico. Fueron ataques suicidas, ataques resultantes de décadas de políticas extranjeras que produjeron animosidad por generaciones. Este mal nombrado “Pearl Harbor” fue el resultado de años de guerras silenciosas, peleadas en las sombras. Dos invasiones luego, una búsqueda infructuosa por fantasmales armas de destrucción masiva, incontables muertes… ¿dónde está realmente nuestro Pearl Harbor? Ante las astronómicas cifras de civiles muertos en Irak luego de desvanecerse el fraudulento argumento a favor de la guerra, es preciso preguntarse quién realmente sufrió su Pearl Harbor.
Las invasiones de Afganistán e Irak comenzaron la era de las “guerras preventivas”, lo que no es otra cosa que remover un brazo para evitar que en diez años ocurra la mera posibilidad de sufrir un tumor. La guerra preventiva argumenta que el que tiene el poder lo conserva aniquilando a cualquier posible amenaza futura. El estado ahora es clarividente en su uso de la violencia. Ante esta nueva política, el relato memorial de Pearl Harbor ha perdido cierta validez. En vez de esperar al inevitable ataque y la venganza posterior, ahora tenemos la potestad de atacar a quien queramos, cuando queramos, siempre y cuando se infiera una posible amenaza. Carl Von Clausewitz salivaría salvajemente ante tal poder precognitivo.
Este es el legado de Pearl Harbor y la carga que arrastra tal memoria colectiva en tiempos de incertidumbre y cambio, de cuestionamientos y de guerras preventivas. El vengar el acto cometido palidece al poder eliminar una amenaza aunque ésta sólo existe en proyecciones de décadas en el futuro. Pero, el águila argumenta su defensa contra la sorpresa. Jamás otro Pearl Harbor, hasta que las bombas caigan sobre el enemigo du jour, y claro, con un ataque sorpresa traído a ustedes por Fox News.
Notas:
1.) Carl Von Clausewitz, On War (Random House, 1993), 233.
2.) Zeitgeist, o “el espíritu de la época”, se refiere a la suma de los índices culturales, políticos e intelectuales que describen una época específica.
3.)“Hombre sacro”, definición de aquella persona legal durante el Imperio Romano que estaba destinada a morir por decreto del Estado y por ende era intocable para el resto de la población. Según Giorgio Agamben, el Homo Sacer representa el prototipo para la persona legal del ciudadano en un Estado moderno donde es solamente el Estado quien tiene la potestad para quitar la vida o castigar.