La paz en la tierra depende de nuestra capacidad de asegurar el medioambiente.
-Wangari Maathai Premio Nobel de la Paz, 2004
Las grandes revoluciones y los grandes avances se logran gracias a la repetición y el deseo de un desarrollo continuo.
-Slavoj Zizek
Filthy! es una expresión que a menudo escucho de parte de los cientos de turistas que todos los días invaden nuestras calles viejo sanjuaneras para describir lo que ven (y de hecho, muchas veces con otras locuciones mucho más groseras que esta). Son turistas, particularmente de crucero, que a su vez son generadores de cientos de toneladas de basura diariamente.
Este juicio furibundo realmente no nos debería ni sorprender, ni ofender, dado que nuestro “centro histórico amurallado, circundado de calles encantadoras,” como describen los folletos de turismo es, en muchos sentidos, un gran basurero. Aquí, y como en el resto del País, no existe ni el compromiso, ni la prácticade una política pública eficiente de reciclaje y re-uso de los desperdicios, ni el compromiso de la mayor parte de la ciudadanía con estos temas. Justamente, lo que si nos debería sorprender —en realidad, sobrecoger— es la despreocupación colectiva en torno a esta realidad.
Tanto es así, que es ese “ciudadano común” quien trata a su medio ambiente como un gran basurero, comprobado más recientemente en el gran lastre de basura que generaron las Fiestas de las Calles de San Sebastián. A pesar que la nueva Alcaldesa de San Juan, Carmen Yulín Cruz Soto, en conjunto con la Agencia de Protección Ambiental (EPA), la Autoridad de Desperdicios Sólidos, el Programa del Estuario del la Bahía de San Juan, el Sierra Club, el Comité Basura Cero y el Puerto Rico Recycling Partnership, promovió la creación de centros de recogido de material reciclable[1] —esencialmente latas y plástico— la realidad es que la totalidad de ese material, junto con buena parte de la basura, el vómito, los orines y el excremento, terminaron en las calles de la ciudad capital.
Realmente no podría haber sido de otra manera, ya que son décadas que anteceden de despreocupación ambiental —por no decir, agresión y violencia— que no van a cambiar de la noche a la mañana. Como se ha señalado repetidamente, Puerto Rico es el país que más basura genera diariamente en el mundo por unidades de espacio —nada menos que entre 14,506 y 18,000 toneladas que equivale a 4.9 libras de desperdicios al día, por persona. Como también han indicado reiteradamente los ambientalistas y líderes comunitarios, “el manejo de los desperdicios sólidos es probablemente el reto más dañino, y a la vez, mas subestimado que enfrenta el País”.[2]
Más aún, en las contadas ocasiones en que se discute el tema, se trata de una manera despersonalizada, ajena al fomento activo de “un cambio de mentalidad,” como indica Carla Méndez Martí. Categóricamente, este es un tema que no inquieta a la gran mayoría de la ciudadanía, más allá de exigir que un ente externo y anónimo —desde la agencia gubernamental, al empleado de mantenimiento municipal— recoja los desechos que se generan.
Nos preocupa, por ejemplo, ¿quiénes y bajo qué condiciones manejan la basura? ¿Quién se inmuta o levanta un dedo cuando el señorito bien acicaladito —o la señorita— salta de su carrito bien brilladito y deposita su basura en la cuneta, o tira la lata de cerveza en el tiesto de la planta agonizante, o saca a su perrito (tan mono) a la plaza o espacio público a defecar (después que no sea frente a mi casa…).
El tema de la basura no es tan solo uno de los retos mas dañinos que enfrenta el País, pero debería ser utilizado como una medida concreta del sentido de responsabilidad ciudadana y compromiso con un proyecto de gobernabilidad y democratización, más allá de esloganismos patrioteros y huecos. La aspiración democrática implica, entre otras cosas, una convivencia enaltecedora.
¿Cómo se puede pretender aspirar a un desarrollo amplio de tales abstracciones como lo son, la libertad, la justicia o la equidad, cuando no hemos podido manejar algo tan primordial como lo basura? Para empezar, tendríamos que plantearnos dos interrogantes principales. La primera, ¿qué es, a fin de cuentas, la basura? —un cuestionamiento que tan conmovedora y poéticamente nos presenta el artista, Nick Quijano, en su magnifica exposición, Basura, la cual sirve de inspiración a esta edición especial. En segundo lugar, ¿cómo se fomenta el sentido de responsabilidad ciudadana en un contexto de individualismo extremo, consumismo exagerado y predominio de la insensibilidad?
Con relación a la primera interrogante, me refiero a una publicación reciente, On Garbage, (2005), en dondeJohn Scanlan presenta una serie de respuestas filosóficas al problema de la basura. Scanlan subraya que, “la noción de progreso de Occidente (e incluimos, por supuesto, sus acepciones proto-coloniales) se fundamenta en la eliminación y desecho de todo lo que existió anteriormente, no tan solo lo material pero también en el área del conocimiento.” Tanto es así, que el término “nuevo” es en nuestra cultura occidental, y a prima facies, algo intrínsecamente bueno, sin necesidad de justificación.
Como reflejo de esto, en Puerto Rico, la casa y los muebles nuevos, el carro nuevo, la ropa nueva, el i-phonenuevo —“de paquete” y sin abrir— son generalmente la ambición de la población. En contraste, lo que ya no es nuevo —o el envase, la caja, la bolsa en que vino— rápidamente pierde su significado y propósito y se convierte en “basura, porquería, suciedad, mierda” que se desecha en un medioambiente que carente de un significado específico y propio, se convierte en más basura, porquería, suciedad y mierda.
Pero más aun, el tema de la basura no es simplemente un asunto de “manejo y uso de materiales,” lo cual sugiere un enfoque externo y burocrático, sino uno con enormes implicaciones de poder y control. Tanto es así, que existe toda una “antropología y geografía social de la basura”, como señalara Michael Thompson (1979), que determina quién genera la mayor cantidad de basura y en donde esta termina.
No por casualidad Guaynabo City es un municipio con un manejo relativamente eficiente del reciclaje, y esto, en marcado contraste con sectores como Santurce, Río Piedras o el Viejo San Juan —por no decir en cualquier residencial público— en donde no existen ni el acceso, ni la fiscalización de la práctica. Esencialmentalmente, y a pesar de la presencia de legislación de más de treinta años, la práctica del reciclaje en el País no es real. La Ley número 70 del 23 de junio de 1978 (enmendada el 18 septiembre de 1992), conocida como “Ley para la Reducción y el Reciclaje de los Desperdicios Sólidos en Puerto Rico”, ha sido un engaño.
Con esta legislación no se redujo el nivel de desperdicios generados en el País, sino que se crearon 29 vertederos alrededor de toda la Isla, ocasionando daño extenso a la fauna y flora de las regiones en donde fueron establecidos.[3] Es por ello que en 1995 se intenta enmendar esta ley con la creación del Programa para la Reducción y el Reciclaje de Desperdicios Sólidos en Puerto Rico, con lo cual se busca crear nuevos incentivos económicos que promuevan el reciclaje.
Al día de hoy, no existe ni la voluntad política, ni la acción ciudadana concertada para exigir el desarrollo de estos incentivos y en Puerto Rico se recicla menos del 15% de los materiales reciclables. La presencia de unos exiguos y mal atendidos 196 centros de acopio en todo el País significa que la mayoría de los vecindarios no cuentan con un centro ni razonablemente accesible, ni en buen funcionamiento.
La mayoría de los centros carecen del personal necesario y no existe un plan de uso económico para el material recogido. En el Viejo San Juan, glorioso casco urbano de antaño pero cuya historia reciente ha sido una de casi total abandono económico, social y cultural, al igual que en el resto de los cascos urbanos del País, el predominio de restaurantes —muchos de ellos de comida chatarra— y bares genera un alto nivel de basura. De estos desperdicios, nada se recicla.
En la búsqueda de nuevas (y viejas) practicas y soluciones, una figura de inspiración tiene que ser la de Wangari Maathai, keniana Premio Nobel de la Paz y primera mujer africana en recibirlo. Maathai, líder y activista fallecida en el 2011, fue fundadora del movimiento Cinturón Verde (Green Belt), programa que combina el desarrollo comunitario, la protección medioambiental y la democracia. Ante la situación de vida de los miles de kenianos que viven en condiciones de pobreza extrema, Maathai propago la idea aplastantemente simple, pero revolucionaria, que “plantar árboles, mejoraría sus vidas, las de sus hijos y nietos”.[4] Y así fue.
Ese movimiento, integrado principalmente por mujeres —muchas de ellas, madres— introdujo una nueva mentalidad a sus integrantes y una original manera de hacer política, basada en la auto-gestión, el sentido de propósito y el optimismo. Significativamente, desde sus inicios en la década de los 70, se han plantado más de 40 millones de árboles en el continente africano, logrando combatir la deforestación, factor vital en el deterioro medioambiental y la hambruna del continente.
Es importante subrayar que buena parte del éxito de este movimiento radica en la necesidad de restablecer una conexión directa entre la comunidad y el medioambiente, simbolizada en un acto tan sencillo, pero profundo, como el de sembrar en un árbol en la, nuestra, tierra. En este acto también se crea el inicio de una relación con el medioambiente, ya que la siembra de un árbol no es un gesto aislado, sino que requiere de atención y cuidos. De igual manera, como señala Maathai, “como utilizamos y como compartimos los recursos” —los parques, las playas, las plazas, las calles— “afecta la manera en que vivimos” y en las personas en que nos convertimos.[5]
Reflexionemos, entonces, y tomemos acción, sencilla pero transformadora —un recogido de basura, aunque no sea la nuestra, un desistir de comprar más botellas de agua, un llevar nuestras propias bolsas cuando hacemos la compra, una exigencia de centros de acopio eficientes… una cortesía inesperada— todo esto como prerrequisitos necesarios a la acción colectiva decisiva. Pero más aún, en ese cambio de mentalidad imprescindible, cada uno de nosotros tenemos que pasar un juicio escrupuloso de nuestros hábitos de consumo, generador básico de los niveles alarmantes de basura en el País.
Retomando el propio ejemplo de las Fiestas de la Calle San Sebastián, aparte de las consabidas latas y botellas, cuanto artefacto inservible —la botella de promoción, el sombrero absurdo, el pitito mortificante, la bolsa superflua, etc.— no se genera para inmediatamente ser desechado? (¿Alguien recuerda cuando se hablaba de los boicots de consumidores?) Evidentemente, el fracaso actual de la política pública en el manejo de la basura es reflejo y resultado parcial de nuestra propia inacción, enajenación y complicidad ciudadana. Como establece el reconocido filósofo esloveno, Slavoj Zizek, las grandes revoluciones y los grandes avances se logran gracias a la repetición y el deseo de un desarrollo continuo, repetición y desarrollo que se alimentan de nuestras propias acciones.
Notas:
[1] Metro, Masivo esfuerzo para reciclar en Sanseb, 18 enero 2013.
[2] Carla Méndez Martí, Basura: responsabilidad ciudadana, El Nuevo Día, 2 septiembre 2001.
[3] Viktor Rodríguez, Las múltiples cara del reciclaje en Puerto Rico, Diálogo Digital, 1 abril 2010.
[4] Boris Bachorz, Muere Wangari Maathai, Nobel de la Paz por su lucha contra la deforestación, 26 septiembre 2011.
[5] Jane Braxton, American Forests, 2006.